Benito Taibo
14/06/2015 - 12:00 am
Vesalio y las ranas
Hace un par de años, recibí un regalo espectacular. Una edición de lujo, facsimilar del De humani corporis fabrica (Sobre la estructura del cuerpo humano) de Andrés Vesalio, editado originalmente en 1543 en Basilea, Suiza. Es un tesoro que guardo celosamente que hojeo y ojeo de vez en cuando, maravillado por la perfección de los […]
Hace un par de años, recibí un regalo espectacular.
Una edición de lujo, facsimilar del De humani corporis fabrica (Sobre la estructura del cuerpo humano) de Andrés Vesalio, editado originalmente en 1543 en Basilea, Suiza.
Es un tesoro que guardo celosamente que hojeo y ojeo de vez en cuando, maravillado por la perfección de los grabados que acompañan al texto, realizados por el taller del mítico Tiziano.
Y lo qué es, adelantado a su tiempo, el primer tratado, muy serio y muy inteligente, de agudísimas observaciones, sobre anatomía humana. Durante siglos, fue libro de texto imprescindible para médicos y anatomistas, e incluso para pintores, por la exquisitez de los trazos de todas las partes externas e internas de esa máquina increíble y en muchas ocasiones indescifrable, que es el cuerpo.
Cuando Vesalio lo tituló así, es porque tenía en la cabeza a la arquitectura.
Basado su trabajo en las innumerables conferencias que dictó en la Universidad de Padua, y en los no menos innumerables cadáveres que abrió para entender tan complejo mecanismo, su obra ha pasado a la historia de la ciencia y también del mundo del arte como un verdadero prodigio, que hoy en día, más de 400 años después, sigue admirando a propios y extraños.
Yo no sabía nada de Vesalio y su obra en el también lejano pero menos, año de 1972.
Mi primer año de secundaria.
Yo iba de sorpresa en sorpresa. Teníamos ocho maestros (uno para cada materia), se salía al recreo cada 50 minutos al tañer de la campana, y las chicas habían adquirido una dimensión diferente frente a nuestros ojos (y ustedes pueden sacar sus conclusiones), ya no las molestábamos, y en cambio, buscábamos su admiración, o por lo menos, sus sonrisas. Porque los besos todavía no estaban ni siquiera en nuestro panorama.
El día que pidió el maestro de Biología que lleváramos una rana viva a la siguiente clase, y ya instalados en las sorpresas cotidianas, no nos esperábamos lo que vendría.
En una pecera se juntaron las veinte ranas de los veinte discípulos. Era un gusto verlas nadar y chocar unas contra otras, verdes y energéticas. Y así estuvieron muy felices toda la mañana, las ranas y nosotros, que las alimentábamos con moscas que con grandes esfuerzos fuimos cazando en los recreos.
Cuando tocó el turno de la clase de Biología, fue la primera vez en mi vida que escuché la palabra “disección”. Y con absoluto horror, minutos después, entendí de qué se trataba.
La primer rana que murió fue la de Maite (le había puesto un lacito azul para distinguirla). Luego la de Carlos, la de Mónica, la de Katina…
Y los gritos y los llantos de muchos interrumpieron lo que para entonces ya podría calificarse como una masacre.
El profesor decidió que las otras 16 ranas pasarían por el bisturí la semana siguiente.
Pero no sucedió.
Un comando desconocido secuestró esa misma tarde a las Pelophylax ridibundus (el nombre científico de las ranas comunes verdes que desde entonces no pude olvidar) y no hubo forma de continuar con el “experimento”.
A veces la ciencia peca un poco.
Con la primera rana abierta en canal, habría sido suficiente, excepto tal vez para Maite, que me lo sigue recordando con lágrimas en los ojos. Y también, por supuesto, con el grabado de la rana y sus órganos expuestos que venía en nuestro libro y que era de tan gráfico, una excelente forma de conocer a las ranas por dentro sin necesidad de destriparlas.
Esta es la primera vez que lo cuento. Las 16 ranas se multiplicaron decenas, cientos de veces, en el estanque del Parque México.
No sé sí hoy en día se siguen haciendo disecciones en las escuelas. Me parece del todo innecesario.
Vesalio me asombra, pero las ranas (vivas) son mi verdadera debilidad.
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